sábado, 11 de julio de 2009

Galería. "El hortelano" de Arcimboldo.

Para aquellos que no estén al tanto, el blog ha sufrido una repentina parada. Desde la redacción del mismo les pedimos disculpas porque durante el verano ha de funcionar a medio fuelle. De todas formas, espero que les guste. Vamos a seguir con lo nuestro: en esta espiral de engaño visual como es la obra de Arcimboldo, destacan sus "retratos invertidos", rostros que, si son volteados 180º, producen un efecto sorprendente. El primero de ellos, "El hortelano" (¿un personaje de la corte?), representa una fuente de verduras y hortalizas que al ser girado se convierte en el semblante de un campesino. Hasta donde sé (puede haber cambiado de ubicación) el cuadro se conserva en el Museo Civio de Cremona y fue pintado cerca de 1590.
Y buenas noches.





Edward Blunt.

sábado, 4 de julio de 2009

El Amigo Fiel, de Wilde


El Amigo Fiel fue publicado en forma de breve relato a la usanza tradicional en la edición de El Príncipe Feliz de 1888:El amigo fiel de Oscar Wilde.

     
Una mañana, la vieja rata de agua sacó la cabeza por su agujero. Tenía unos ojos redondos muy vivarachos y unos tupidos bigotes grises. Su cola parecía un largo elástico negro.
     Unos patitos nadaban en el estanque semejantes a una bandada de canarios amarillos, y su madre, toda blanca con patas rojas, esforzábase en enseñarles a hundir la cabeza en el agua.
     -No podréis ir nunca a la buena sociedad si no aprendéis a meter la cabeza -les decía.
Y les enseñaba de nuevo cómo tenían que hacerlo. Pero los patitos no prestaban ninguna atención a sus lecciones. Eran tan jóvenes que no sabían las ventajas que reporta la vida de sociedad.
     -¡Qué criaturas más desobedientes! -exclamó la rata de agua- ¡Merecían ahogarse verdaderamente!
     -¡No lo quiera Dios! -replicó la pata-. Todo tiene sus comienzos y nunca es demasiada la paciencia de los padres.
     -¡Ah! No tengo la menor idea de los sentimientos paternos -dijo la rata de agua- No soy padre de familia. Jamás me he casado, ni he pensado en hacerlo. Indudablemente el amor es una buena cosa a su manera; pero la amistad vale más. Le aseguro que no conozco en el mundo nada más noble o más raro que una fiel amistad.
     -Y, digame, se lo ruego, ¿qué idea se forma usted de los deberes de un amigo fiel? -preguntó un pardillo verde que había escuchado la conversación posado sobre un sauce retorcido.
     -Sí, eso es precisamente lo que quisiera yo saber -dijo la pata, y nadando hacia el extremo del estanque, hundió su cabeza en el agua para dar buen ejemplo a sus hijos.
     -¡Necia pregunta! -gritó la rata de agua-. ¡Como es natural, entiendo por amigo fiel al que me demuestra fidelidad!
     -¿Y qué hará usted en cambio? -dijo la avecilla columpiándose sobre una ramita plateada y moviendo sus alitas.
     -No le comprendo a usted -respondió la rata de agua.
     -Permitidme que les cuente una historia sobre el asunto -dijo el pardillo.
     -¿Se refiere a mí esa historia? -preguntó la rata de agua- Si es así, la escucharé gustosa, porque a mí me vuelven loca los cuentos.
     -Puede aplicarse a usted -respondió el pardillo.
     Y abriendo las alas, se posó en la orilla del estanque y contó la historia del amigo fiel.
     -Había una vez -empezó el pardillo- un honrado mozo llamado Hans.
     -¿Era un hombre verdaderamente distinguido? -preguntó la rata de agua.
     -No -respondió el pardillo-. No creo que fuese nada distinguido, excepto por su buen corazón y por su redonda cara morena y afable.
     Vivía en una pobre casita de campo y todos los días trabajaba en su jardín.
     En toda la comarca no había jardín tan hermoso como el suyo. Crecían en él claveles, alelíes, capselas, saxifragas, así como rosas de Damasco y rosas amarillas, azafranadas, lilas y oro y alelíes rojos y blancos.
     Y según los meses y por su orden florecían agavanzos y cardaminas, mejoranas y albahacas silvestres, velloritas e iris de Alemania, asfodelos y claveros.
     Una flor sustituía a otra. Por lo cual había siempre cosas bonitas a la vista y olores agradables que respirar.
     El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero el más allegado a él era el gran Hugo, el molinero. Realmente, el rico molinero era tan allegado al pequeño Hans, que no visitaba nunca su jardín sin inclinarse sobre los macizos y coger un gran ramo de flores o un buen puñado de lechugas suculentas o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y de cerezas, según la estación.
     -Los amigos verdaderos lo comparten todo entre sí -acostumbraba decir el molinero.
     Y el pequeño Hans asentía con la cabeza, sonriente, sintiéndose orgulloso de tener un amigo que pensaba tan noblemente.
     Algunas veces, sin embargo, el vecindario encontraba raro que el rico molinero no diese nunca nada en cambio al pequeño Hans, aunque tuviera cien sacos de harina almacenados en su molino, seis vacas lecheras y un gran número de ganado lanar; pero Hans no se preocupó nunca por semejante cosa.
     Nada le encantaba tanto como oír las bellas cosas que el molinero acostumbraba decir sobre la solidaridad de los verdaderos amigos.
     Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. En primavera, en verano y en otoño, sentíase muy feliz; pero cuando llegaba el invierno y no tenía ni frutos ni flores que llevar al mercado, padecía mucho frío y mucha hambre, acostándose con frecuencia sin haber comido más que unas peras secas y algunas nueces rancias.
     Además, en invierno, encontrábase muy solo, porque el molinero no iba nunca a verle durante aquella estación.
     -No está bien que vaya a ver al pequeño Hans mientras duren las nieves -decía muchas veces el molinero a su mujer-. Cuando las personas pasan apuros hay que dejarlas solas y no atormentarlas con visitas. Ésa es por lo menos mi opinión sobre la amistad, y estoy seguro de que es acertada. Por eso esperaré la primavera y entonces iré a verle; podrá darme un gran cesto de velloritas y eso le alegrará.
     -Eres realmente solícito con los demás -le respondía su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de leña-. Resulta un verdadero placer oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que el cura no diría sobre ella tan bellas cosas como tú, aunque viva en una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el meñique.
     -¿Y no podríamos invitar al pequeño Hans a venir aquí? -preguntaba el hijo del molinero- Si el pobre Hans pasa apuros, le daré la mitad de mi sopa y le enseñaré mis conejos blancos.
     -¡Qué bobo eres! -exclamó el molinero-. Verdaderamente, no sé para qué sirve mandarte a la escuela. Parece que no aprendes nada. Si el pequeño Hans viniese aquí, ¡pardiez!, y viera nuestro buen fuego, nuestra excelente cena y nuestra gran barrica de vino tinto, podría sentir envidia. Y la envidia es una cosa terrible que estropea los mejores caracteres. Realmente, no podría yo sufrir que el carácter de Hans se estropeara. Soy su mejor amigo, velaré siempre por él y tendré buen cuidado de no exponerle a ninguna tentación. Además, si Hans viniese aquí, podría pedirme que le diese un poco de harina fiada, lo cual no puedo hacer. La harina es una cosa y la amistad es otra, y no deben confundirse. Esas dos palabras se escriben de un modo diferente y significan cosas muy distintas, como todo el mundo sabe.
     -¡Qué bien hablas! -dijo la mujer del molinero sirviéndose un gran vaso de cerveza caliente. Me siento verdaderamente como adormecida, lo mismo que en la iglesia.
     -Muchos obran bien -replicó el molinero-, pero pocos saben hablar bien, lo que prueba que hablar es, con mucho, la cosa más difícil, así como la más hermosa de las dos.
     Y miró severamente por encima de la mesa a su hijo, que sintió tal vergüenza de sí mismo, que bajó la cabeza, se puso casi escarlata y empezó a llorar encima de su té.
     ¡Era tan joven, que bien pueden ustedes dispensarle!
     -¿Ése es el final de la historia? -preguntó la rata de agua.
     -Nada de eso -contestó el pardillo-. Ése es el comienzo.
     -Entonces está usted muy atrasado con relación a su tiempo -repuso la rata de agua- Hoy día todo buen cuentista empieza por el final, prosigue por el comienzo y termina por la mitad. Es el nuevo método. Lo he oído así de labios de un crítico que se paseaba alrededor del estanque con un joven. Trataba el asunto magistralmente y estoy segura de que tenía razón, porque llevaba unas gafas azules y era calvo; y cuando el joven le hacía alguna observación contestaba siempre: «¡Psé!» Pero continúe usted su historia, se lo ruego. Me agrada mucho el molinero. Yo también encierro toda clase de bellos sentimientos: por eso hay una gran simpatía entre él y yo.
     -¡Bien! -dijo el pardillo brincando sobre sus dos patitas-. No bien pasó el invierno, en cuanto las velloritas empezaron a abrir sus estrellas amarillas pálidas, el molinero dijo a su mujer que iba a salir y visitar al pequeño Hans.
     -¡Ah, qué buen corazón tienes! -le gritó su mujer-. Piensas siempre en los demás. No te olvides de llevar el cesto grande para traer las flores.
     Entonces el molinero ató unas con otras las aspas del molino con una fuerte cadena de hierro y bajó la colina con la cesta al brazo.
     -Buenos días, pequeño Hans -dijo el molinero.
     -Buenos días -contestó Hans, apoyándose en su azadón y sonriendo con toda su boca.
     -¿Cómo has pasado el invierno? -preguntó el molinero.
     -¡Bien, bien! -repuso Hans- Muchas gracias por tu interés. He pasado mis malos ratos, pero ahora ha vuelto la primavera y me siento casi feliz... Además, mis flores van muy bien.
     -Hemos hablado de ti con mucha frecuencia este invierno, Hans -prosiguió el molinero-, preguntándonos qué sería de ti.
     -¡Qué amable eres! -dijo Hans-. Temí que me hubieras olvidado.
     -Hans, me sorprende oírte hablar de ese modo -dijo el molinero-. La amistad no olvida nunca. Eso es lo que tiene de admirable, aunque me temo que no comprendas la poesía de la amistad... Y entre paréntesis, ¡qué bellas están tus velloritas!
     -Sí, verdaderamente están muy bellas -dijo Hans-, y es para mí una gran suerte tener tantas. Voy a llevarlas al mercado, donde las venderé a la hija del burgomaestre y con ese dinero compraré otra vez mi carretilla.
     -¿Qué comprarás otra vez tu carretilla? ¿Quieres decir entonces que la has vendido? Es un acto bien necio.
     -Con toda seguridad, pero el hecho es -replicó Hans- que me vi obligado a ello. Como sabes, el invierno es una estación mala para mí y no tenía ningún dinero para comprar pan. Así es que vendí primero los botones de plata de mi traje de los domingos; luego vendí mi cadena de plata y después mi flauta. Por último vendí mi carretilla. Pero ahora voy a rescatarlo todo.
     -Hans -dijo el molinero-, te daré mi carretilla. No está en muy buen estado. Uno de los lados se ha roto y están algo torcidos los radios de la rueda, pero a pesar de esto te la daré. Sé que es muy generoso por mi parte y a mucha gente le parecerá una locura que me desprenda de ella, pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad, y además, me he comprado una carretilla nueva. Sí, puedes estar tranquilo... Te daré mi carretilla.
     -Gracias, eres muy generoso -dijo el pequeño Hans. Y su afable cara redonda resplandeció de placer-. Puedo arreglarla fácilmente porque tengo una tabla en mi casa.
     -¡Una tabla! -exclamó el molinero-. ¡Muy bien! Eso es precisamente lo que necesito para la techumbre de mi granero. Hay una gran brecha y se me mojará todo el trigo si no la tapo. ¡Qué oportuno has estado! Realmente es de notar que una buena acción engendra otra siempre. Te he dado mi carretilla y ahora tú vas a darme tu tabla. Claro es que la carretilla vale mucho más que la tabla, pero la amistad sincera no repara nunca en esas cosas. Dame en seguida la tabla y hoy mismo me pondré a la obra para arreglar mi granero.
     -¡Ya lo creo! -replicó el pequeño Hans.
     Fue corriendo a su vivienda y sacó la tabla.
     -No es una tabla muy grande -dijo el molinero examinándola- y me temo que una vez hecho el arreglo de la techumbre del granero no quedará madera suficiente para el arreglo de la carretilla, pero claro es que no tengo la culpa de eso... Y ahora, en vista de que te he dado mi carretilla, estoy seguro de que accederás a darme en cambio unas flores... Aquí tienes el cesto; procura llenarlo casi por completo.
     -¿Casi por completo? -dijo el pequeño Hans, bastante afligido porque el cesto era de grandes dimensiones y comprendía que si lo llenaba, no tendría ya flores para llevar al mercado y estaba deseando rescatar sus botones de plata.
     -A fe mía -respondió el molinero-, una vez que te doy mi carretilla no creí que fuese mucho pedirte unas cuantas flores.      Podré estar equivocado, pero yo me figuré que la amistad, la verdadera amistad, estaba exenta de toda clase de egoísmo.
     -Mi querido amigo, mi mejor amigo -protestó el pequeño Hans-, todas las flores de mi jardín están a tu disposición, porque me importa mucho más tu estimación que mis botones de plata.
     Y corrió a coger las lindas velloritas y a llenar el cesto del molinero.
     -¡Adiós, pequeño Hans! -dijo el molinero subiendo de nuevo la colina con su tabla al hombro y su gran cesto al brazo.
     -¡Adiós! -dijo el pequeño Hans.
     Y se puso a cavar alegremente: ¡estaba tan contento de tener una carretilla!
     A la mañana siguiente, cuando estaba sujetando unas madreselvas sobre su puerta, oyó la voz del molinero que le llamaba desde el camino. Entonces saltó de su escalera y corriendo al final del jardín miró por encima del muro.
     Era el molinero con un gran saco de harina a su espalda.
     -Pequeño Hans -dijo el molinero-, ¿querrías llevarme este saco de harina al mercado?
     -¡Oh, lo siento mucho! -dijo Hans-; pero verdaderamente me encuentro hoy ocupadísimo. Tengo que sujetar todas mis enredaderas, que regar todas mis flores y que segar todo el césped.
     -¡Pardiez! -replicó el molinero-; creí que en consideración a que te he dado mi carretilla no te negarías a complacerme.
     -¡Oh, si no me niego! -protestó el pequeño Hans-. Por nada del mundo dejaría yo de obrar como amigo tratándose de ti.
     Y fue a coger su gorra y partió con el gran saco sobre el hombro.
     Era un día muy caluroso y la carretera estaba terriblemente polvorienta. Antes de que Hans llegara al mojón que marcaba la sexta milla, hallábase tan fatigado que tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo, no tardó mucho en continuar animosamente su camino, llegando por fin al mercado.
     Después de esperar un rato, vendió el saco de harina a un buen precio y regresó a su casa de un tirón, porque temía encontrarse a algún salteador en el camino si se retrasaba mucho.
     -¡Qué día más duro! -se dijo Hans al meterse en la cama- Pero me alegra mucho no haberme negado, porque el molinero es mi mejor amigo y, además, va a darme su carretilla.
     A la mañana siguiente, muy temprano, el molinero llegó por el dinero de su saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan rendido, que no se había levantado aún de la cama.
     -¡Palabra! -exclamó el molinero-. Eres muy perezoso. Cuando pienso que acabo de darte mi carretilla, creo que podrías trabajar con más ardor. La pereza es un gran vicio y no quisiera yo que ninguno de mis amigos fuera perezoso o apático. No creas que te hablo sin miramientos. Claro es que no te hablaría así si no fuese amigo tuyo. Pero, ¿de qué serviría la amistad sino pudiera uno decir claramente lo que piensa? Todo el mundo puede decir cosas amables y esforzarse en ser agradable y en halagar, pero un amigo sincero dice cosas molestas y no teme causar pesadumbre. Por el contrario, si es un amigo verdadero, lo prefiere, porque sabe que así hace bien.
     -Lo siento mucho -respondió el pequeño Hans, restregándose los ojos y quitándose el gorro de dormir-. Pero estaba tan rendido, que creía haberme acostado hace poco y escuchaba cantar a los pájaros. ¿No sabes que trabajo siempre mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
     -¡Bueno, tanto mejor! -replicó el molinero dándole una palmada en el hombro-; porque necesito que arregles la techumbre de mi granero.
     El pequeño Hans tenía gran necesidad de ir a trabajar a su jardín porque hacía dos días que no regaba sus flores, pero no quiso decir que no al molinero, que era un buen amigo para él.
     -¿Crees que no sería amistoso decirte que tengo que hacer? -preguntó con voz humilde y tímida.
     -No creí nunca, a fe mía -contestó el molinero-, que fuese mucho pedirte, teniendo en cuenta que acabo de regalarte mi carretilla, pero claro es que lo haré yo mismo si te niegas.
     -¡Oh, de ningún modo! -exclamó el pequeño Hans, saltando de su cama.
     Se vistió y fue al granero.
     Trabajó allí durante todo el día hasta el anochecer, y al ponerse el sol, vino el molinero a ver hasta dónde había llegado.
     -¿Has tapado el boquete del techo, pequeño Hans? -gritó el molinero con tono alegre.
     -Está casi terminado -respondió Hans, bajando de la, escalera.
     -¡Ah! -dijo el molinero- No hay trabajo tan delicioso como el que se hace por otro.
     -¡Es un encanto oírte hablar! -respondió el pequeño Hans, que descansaba secándose la frente- Es un encanto, pero temo no tener yo nunca ideas tan hermosas como tú.
     -¡Oh, ya las tendrás! -dijo el molinero-; pero habrás de tomarte más trabajo. Por ahora no posees más que la práctica de la amistad. Algún día poseerás también la teoría.
     -¿Crees eso de verdad? -preguntó el pequeño Hans.
     -Indudablemente -contestó el molinero-. Pero ahora que has arreglado el techo, mejor harás en volverte a tu casa a descansar, pues mañana necesito que lleves mis carneros a la montaña.
     El pobre Hans no se atrevió a protestar, y al día siguiente, al amanecer, el molinero condujo sus carneros hasta cerca de su casita y Hans se marchó con ellos a la montaña. Entre ir y volver se le fue el día, y cuando regresó estaba tan cansado, que se durmió en su silla y no se despertó hasta entrada la mañana.
     -¡Qué tiempo más delicioso tendrá mi jardín! -se dijo, e iba a ponerse a trabajar; pero por un motivo u otro no tuvo tiempo de echar un vistazo a sus flores; llegaba su amigo el molinero y le mandaba muy lejos a recados o le pedía que fuese a ayudar en el molino. Algunas veces el pequeño Hans se apuraba grandemente al pensar que sus flores creerían que las había olvidado; pero se consolaba pensando que el molinero era su mejor amigo.
     -Además -acostumbraba a decirse- va a darme su carretilla, lo cual es un acto de puro desprendimiento.
     Y el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y éste decía muchas cosas bellas sobre la amistad, cosas que Hans copiaba en su libro verde y que releía por la noche, pues era culto.
     Ahora bien; sucedió que una noche, estando el pequeño Hans sentado junto al fuego, dieron un aldabonazo en la puerta.
     La noche era negrísima. El viento soplaba y rugía en torno de la casa de un modo tan terrible, que Hans pensó al principio si sería el huracán el que sacudía la puerta.
     Pero sonó un segundo golpe y después un tercero más violento que los otros.
     -Será de algún pobre viajero -se dijo el pequeño Hans y corrió a la puerta.
     El molinero estaba en el umbral con una linterna en una mano y un grueso garrote en la otra.
     -Querido Hans -gritó el molinero-, me aflige un gran pesar, mi chico se ha caído de una escalera, hiriéndose. Voy a buscar al médico. Pero vive lejos de aquí y la noche es tan mala, que he pensado que fueses tú en mi lugar. Ya sabes que te doy mi carretilla. Por eso estaría muy bien que hicieses algo por mí en cambio.
     -Seguramente -exclamó el pequeño Hans-; me alegra mucho que se te haya ocurrido venir. Iré en seguida. Pero debías dejarme tu linterna, porque la noche es tan oscura, que temo caer en alguna zanja.
     -Lo siento muchísimo -respondió el molinero-,pero es mi linterna nueva y sería una gran pérdida que le ocurriese algo.
     -¡Bueno, no hablemos más! Me pasaré sin ella -dijo el pequeño Hans.
     Se puso su gran capa de pieles, su gorro encarnado de gran abrigo, se enrolló su tapabocas alrededor del cuello y partió.
     ¡Qué terrible tempestad se desencadenaba!
     La noche era tan negra, que el pequeño Hans no veía apenas, y el viento tan fuerte, que le costaba gran trabajo andar.
     Sin embargo, él era muy animoso, y después de caminar cerca de tres horas, llegó a casa del médico y llamó a su puerta.
     -¿Quién es? -gritó el doctor, asomando la cabeza a la ventana de su habitación.
     -¡El pequeño Hans, doctor!
     -¿Y qué deseas, pequeño Hans?
     -El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha herido y es necesario que vaya usted en seguida.
     -¡Muy bien! -replicó el doctor.
     Enjaezó en el acto su caballo, se calzó sus grandes botas, y, cogiendo su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a casa del molinero, llevando al pequeño Hans a pie, detrás de él.
     Pero la tormenta arreció. Llovía a torrentes y el pequeño Hans no podía ni ver por dónde iba, ni seguir al caballo.
     Finalmente, perdió su camino, estuvo vagando por el páramo, que era un paraje peligroso lleno de hoyos profundos, cayó en tino de ellos el pobre Hans y se ahogó.
     A la mañana siguiente, unos pastores encontraron su cuerpo flotando en una gran charca y le llevaron a su casita.
     Todo el mundo asistió al entierro del pequeño Hans porque era muy querido. Y el molinero figuró a la cabeza del duelo.
     -Era yo su mejor amigo -decía el molinero-; justo es que ocupe el sitio de honor.
     Así es que fue a la cabeza del cortejo con una larga capa negra; de cuando en cuando se enjugaba los ojos con un gran pañuelo de hierbas.
     -El pequeño Hans representa ciertamente una gran pérdida para todos nosotros -dijo el hojalatero una vez terminados los funerales y cuando el acompañamiento estuvo cómodamente instalado en la posada, bebiendo vino dulce y comiendo buenos pasteles.
     -Es una gran pérdida, sobre todo para mí -contestó el molinero-. A fe mía que fui lo bastante bueno para comprometerme a darle mi carretilla y ahora no se qué hacer de ella. Me estorba en casa, y está en tal mal estado, que si la vendiera no sacaría nada. Os aseguro que de aquí en adelante no daré nada a nadie. Se pagan siempre las consecuencias de haber sido generoso.
     -Y es verdad -replicó la rata de agua después de una larga pausa.
     -¡Bueno! Pues nada más -dijo el pardillo.
     -¿Y qué fue del molinero? -dijo la rata de agua.
     -¡Oh! No lo sé a punto fijo -contesto el pardillo y verdaderamente me da igual.
     -Es evidente que su carácter de usted no es nada simpático -dijo la rata de agua.
     -Temo que no haya usted comprendido la moraleja de la historia -replicó el pardillo.
     -¿La qué? -gritó la rata de agua.
     -La moraleja.
     -¿Quiere eso decir que la historia tiene una moraleja?
     -¡Claro que sí! -afirmó el pardillo.
     -¡Caramba! -dijo la rata con tono iracundo- Podía usted habérmelo dicho antes de empezar. De ser así no le hubiera escuchado, con toda seguridad. Le hubiese dicho indudablemente: «¡Psé!», como el crítico. Pero aun estoy a tiempo de hacerlo.
     Gritó su «¡Psé!» a toda voz, y dando un coletazo, se volvió a su agujero.
     -¿Qué le parece a usted la rata de agua? -preguntó la pata, que llegó chapoteando algunos minutos después- Tiene muchas buenas cualidades, pero yo, por mi parte, tengo sentimientos de madre y no puedo ver a un solterón empedernido sin que se me salten las lágrimas.
     -Temo haberle molestado -respondió el pardillo-. El hecho es que le he contado una historia que tiene su moraleja.
     -¡Ah, eso es siempre una cosa peligrosísima! -dijo la pata.
     -Y yo comparto su opinión en absoluto.

No diré nada más. Buenas noches.
Edward Blunt.




viernes, 3 de julio de 2009

Galería. Una mejor versión de "La Tierra", de Arcimboldo

En una de las últimas razias a las que mis onirías mentales me impulsan periódicamente, he dado con una versión algo más desaturada de La Tierra de Arcimboldo, que colgué en un post anterior. La versión original es la que ofrecí anteriormente, pero este retoque me ha gustado ya que da un poco de mayor detalle a la obra, puede ser que al observar la otra nos cegase la amalgama de colores sin permitirnos disfrutar completamente de todos los detalles que ofrece la obra. He de admitir que se me hace difícil encontrar algunas obras de Arcimboldo (El Tabernero, por ejemplo) en la web, cualquier ayuda o información sobre el tema será bienvenida.
Pero, mientras tanto, buenas noches.
Edward Blunt.

El Ruiseñor y la Rosa



Antes de terminar la semana dedicada a Wilde, que parece que apenas sí acabe de empezar, me gustaría publicar este breve relato, titulado El Ruiseñor y la Rosa, que apareció por primera vez para el público londinense  en 1888 en la publicación de Wilde El Príncipe Feliz y otros cuentos. Parece ser un típico cuento de hadas, pero con la diferencia es que no hay hadas a la vista y el autor no deja títere con cabeza en este sarcástico y cruel relato camuflado de frivolidad. Espero lo disfruten o, en todo caso, les haga pensar y meditar por un instante tan sólo. Buenas noches de antemano.



—Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja —se lamentaba el joven estudiante—, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, oyole el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.
—¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! —gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.
—¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.
—He aquí, por fin, el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.
—El príncipe da un baile mañana por la noche —murmuraba el joven estudiante—, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.
—He aquí el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.
—Los músicos estarán en su estrado —decía el joven estudiante—. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.
Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.
—¿Por qué llora? —preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.
—Sí, ¿por qué? —decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.
—Eso digo yo, ¿por qué? —murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.
—Llora por una rosa roja.
—¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!
Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.
De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.
Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.
En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.
—Dame una rosa roja —le gritó—, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
—Mis rosas son blancas —contestó—, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá él te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.
—Dame una rosa roja —le gritó — y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
—Mis rosas son amarillas —respondió—, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.
—Dame una rosa roja —le gritó— y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el arbusto meneó la cabeza.
—Mis rosas son rojas —respondió—, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.
—No necesito más que una rosa roja —gritó el ruiseñor—, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?
—Hay un medio —respondió el rosal—, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.
—Dímelo —contestó el ruiseñor—. No soy miedoso.
—Si necesitas una rosa roja —dijo el rosal —, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.
—La muerte es un buen precio por una rosa roja —replicó el ruiseñor—, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?
Entonces desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.
—Sé feliz —le gritó el ruiseñor—, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.
El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.
Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.
—Cántame la última canción —murmuró—. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!
Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.
Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.
"El ruiseñor —se decía paseándose por la alameda—, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¡Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"
Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su cama y se puso a pensar en su adorada.
Al poco rato se quedó dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.
Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.
Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
—Apriétate más, ruiseñorcito —le decía—, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.
Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.
Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
—Apriétate más, ruiseñorcito —le decía—, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.
—Mira, mira —gritó el rosal—, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.
A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.
—¡Qué extraña buena suerte! —exclamó—. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda mi vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.
E inclinándose, la cogió.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.
—Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja —le dijo el estudiante—. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.
Pero la joven frunció las cejas.
—Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido —respondió—. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.
—¡Oh, qué ingrata eres! —dijo el estudiante lleno de cólera.
Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.
—¡Ingrato! —dijo la joven—. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.
Y levantándose de su silla, se metió en su casa.
"¡Qué tontería es el amor! —se decía el estudiante a su regreso—. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.

 


jueves, 2 de julio de 2009

Conferencia de Wilde sobre el arte y la belleza





A continuación y siguiendo con nuestras reflexiones sobre arte, antes de pasar a la literatura de Wilde propiamente dicha, me gustaría ofreceros algunos extractos que he seleccionado de la conferencia pronunciada por Oscar Wilde el 28 de junio de 1883 ante los estudiantes de arte de la Real Academia de Westminster. Os Prometo que es la última reflexión filosófica sobre el arte de la semana, pero es que hay algunos pasajes como éstos que no tiene desperdicios:



En la conferencia que tengo el honor de pronunciar ante vosotros no quiero daros ninguna definición abstracta de la belleza.

Nada hay más peligroso para el joven artista que una concepción cualquiera de la belleza ideal; se ve constantemente arrastrado por ella, ya sea hacia una lindeza desmayada o hacia una abstracción muerta; por eso no debéis, para alcanzar el ideal, despojarlo de u vitalidad, debéis hallarlo en la vida y recrearlo en el arte.
El arte es la ciencia de la belleza. No existe escuela de arte, hay únicamente artistas, y eso es todo. En cuanto a las historias del arte, carecen de todo valor para vosotros, a no ser que busquéis el olvido ostentoso de un profesorado de arte. No sería para vosotros de la menor utilidad saber la época del Perugino o conocer el lugar del nacimiento de Salvador Rosa; todo cuanto debierais aprender del arte es a reconocer si un cuadro es bueno o malo solo con verlo. En cuanto a la época del artista, toda obra buena parece perfectamente moderna: un trozo escultórico griego, un retrato de Velázquez, son siempre modernos, incluso en nuestro tiempo. Y en cuanto a la nacionalidad del artista, el arte no es nacional, sino universal.                        
La popularidad es la corona de laurel que el mundo teje para el arte malo. Todo lo popular es falso.
El tema de mi conferencia de esta noche es: Cómo se hace un artista y qué es un artista, cuáles son las realizaciones del artista con su ambiente, qué educación debería poseer el artista y cuáles las cualidades de una buena obra de arte. Todo arte bueno, como ya he dicho, no tiene nada que ver con un siglo en particular; las condiciones que producen esas cualidades son diferentes. Y lo que creo que deberíais hacer es realizar totalmente vuestro siglo, a fin de separaros por completo de él; recordad que, si sois fielmente un artista, no seréis el portavoz de un siglo, sino el dueño de la eternidad; que todo arte se basa en un principio y que las simples consideraciones temporales no son principio alguno, y que los que os aconsejan que creéis un arte representativo del siglo actual os aconsejan que produzcáis un arte que vuestros hijos, cuando los tengáis, encontrarán pasado de moda.

Para mi, la cosa menos artística en nuestro siglo no es la indiferencia del público por las cosas bellas, sino la indiferencia del artista por las cosas llamadas feas. La apariencia es, en realidad, una cuestión de efectos simplemente, y de los efectos de la naturaleza es de lo que debéis ocuparos, y no de las condiciones reales del objeto. Lo que vosotros, pintores, tenéis que pintar no son las cosas tales como son, sino como no son. ¿Qué diríais de un dramaturgo que no hiciera intervenir más que gentes virtuosas como personajes en sus obras? ¿No pensaríais que olvidaba la mitad de la vida? Pues bien: el artista joven que solo pinta cosas bellas olvida la mitad del mundo.

Pintar lo que véis es una buena regla en arte; pero ver lo que vale la pena ser pintado, es mejor. Mirad la vida en condiciones pictóricas. Es preferible vivir en una ciudad de temperatura variable que en una ciudad de alrededores maravillosos.
¿Qué es un cuadro? Ante todo, un cuadro no es más que una superficie magnificamente coloreada, sin otra significación ni otro mensaje espiritual para vosotros que el de un exquisito fragmento de cristal veneciano o que un ladrillo azul del muro de Damasco. Es, ante todo, una cosa puramente decorativa, que le complace a uno contemplar.
No sabemos nunca lo que un artista va a hacer. Naturalmente. El artista no es un especialista. Todas esas clasificaciones en animalistas, paisajistas, pintores de ganado inglés entre una niebla escocesa, pintores de carreras de caballos, pintores de bull-terriers, todo eso es superficial. Si un hombre es un artista, puede pintarlo todo.
El objeto del arte es pulsar la cuerda más divina y más secreta que produce música en nuestra alma; y el color es, en realidad, por sí mismo, una presencia mística sobre las cosas, y se asemeja a una especie de centinela.
El arte no debería tener otro sentimiento que el de su belleza, ni otra técnica que lo que podéis observar. Debería poder decirse de un cuadro, no que está bien pintado, sino que no está pintado.
¿Cuál es la diferencia entre el arte especialmente decorativo y la pintura? El arte decorativo pone de manifiesto su material; el arte imaginativo lo anula. El tapiz muestra sus hilos como parte de su belleza; un cuadro anula su lienzo, no deja ver nada de él. La porcelana hace resaltar su vidriado; la acuarela disimula el papel.
Un cuadro no tiene más significación que su belleza ni otro mensaje que su alegría. Esta primera verdad en arte no la debéis perder nunca de vista. Un cuadro es una cosa meramente decorativa.



Perdón por esta pequeña debilidad mía. 
¡Ah! Y buenas noches.
Edward Blunt

Galería. "El Jurista" de Arcimboldo

Bueno. Renovada en parte nuestra concepción del arte, es hora e renovar la galería dedicada a Arcimboldo. En este caso, el cuadro ofrecido se trata de "El Jurista", una de las obras más espantosas y grotescas del autor, que ha levantado más de un "¡qué feo!" a lo largo de su existencia. La primera versión, en tonos más claros, está fechada en 1566 y se conserva en Suecia, en el Statens Konstsamlingar de Estocolmo. Como ya dije en el primer artículo sobre Arcimboldo ,desparecido ya de la página principal por el paso del tiempo (y el espacio), los historiadores no acaban de ponerse de acuerdo sobre la identidad de este cortesano. La mayoría sostienen que se trata del doctor J. U. Zasius, afectado de sífilis y con la cara carcomida por la enfermedad; otros afirman que se trata del propio Calvino. De todos modos, el rostro del personaje representado, que comparte la visión con la de un pollo desplumado y pescado muerto, resulta perturbadora. La segunda versión, oscura y compleja, es atribuida asimismo a Arcimboldo, pero algunos creen que puede tratarse de una copia posterior, o bien de algún discípulo (aunque pocos nombres han trascendido como discípulos de este hombre poco dado a compartir su técnica) o bien de algún artista posterior a la época cortesana del pintor. De todos modos, presenta el mismo concepto, aunque con algunos otros detalles (el medallón, la superficie del libro) que no terminan de cuadrar con los gustos habituales de Arcimboldo.
Hasta otro momento,
Buenas noches.
Edward Blunt